Bajo las calles, cuando ya ha anochecido, en el túnel y su oscuridad de ciudad errante, entre la aleación de una tenue luz y los ruidos metálicos del subterráneo, es cuando los carros del subway se transforman en solitarios dormitorios. Pasillos que exhalan la modorra de cuerpos tendidos en camastros de fibra y plásticos armazones. En dormitorios sin lámparas ni cabeceras, sin edredones ni sábanas ni veladores donde dejar un retrato del tiempo ya perdido. Cada carro es una constelación de sueños inconclusos. Un campo de nichos solitarios y melancólicos. Cuerpos de sangre caliente que descansan su agonía. Desterrados del mundo, mueren en el vaivén de los trenes. Cierran sus ojos y parecen niños que se aferran a los brazos de una madre ausente. A veces estiran sus cuerpos o se contraen como fetos abortados por una ciudad que los desprecia. Una ciudad que ha deformado su naturaleza. Las puertas se abren y una pareja envuelta en perfumes de alcohol, tabaco, entra con esa exagerada alegría neoyorquina de sus conversaciones. No los miran porque los carros dormitorios tienen una regla: no molestar a los bellos durmientes, su somnífera presencia. A veces el carro los zarandea y alguien les susurra al oído: «bienaventurados los que duermen». Entonces se estremecen. Abren sus ojos displicentes, quizás confundidos al no saber en que lugar de Nueva York se encuentran ¿Y que importa? Bostezan y se vuelven a cubrir con sus abrigos, sus sábanas de seda.
Recuerdo que una noche —pasada ya la medianoche—, cuando regresaba a casa por el tren seis, cerca de Canal Street, una joven que representaba unos veinticinco años —pero que con toda seguridad tenía mucho menos—, de rostro pálido y mirada dulce, yacía cerca de una de las puertas que cruzan los vagones. Se cubría con una casaca color rosa. Pelo castaño amarrado con una cinta rosada y una deslucida orquídea plástica. Vestía un pantalón de pijama escocés y unas pantuflas de “Hello Kitty”. Arrinconada contra el muro, su mirada de terror, la mirada de un alma que tempranamente ha sido descompuesta. Abrazaba su pequeño oso de peluche. “Teddy” le dicen acá. Lo apretaba contra su pecho, como protegiéndolo de esos fantasmas que tanto daño le han hecho. Esa mirada dulce y temerosa a la vez, no puedo olvidarla. ¿Por qué su ternura se encuentra en un carro del subway? ¿Por qué esa noche no estaba en los brazos de alguien que la ame? Una vez leí que “Cualquier clase de inhumanidad, con el tiempo se convierte en humana”, fue Kawabata, en su novela La Casa de las Bellas durmientes. Los carros dormitorios son un misterio. Un misterio del dolor humano, un misterio del abandono y la soledad constante de la gran ciudad.
Manhattan, 12 marzo de 2020.
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