Fue en la navidad del ochenta y cuatro cuando Santa dejó de visitar nuestra casa. Un mes antes, tuve una violenta revelación en los pasillos de mi colegio, San Ignacio de Loyola, allá en la sureña ciudad de Concepción. Aquella tarde discutía con mi compañero de asiento sobre la existencia de Papá Noel. Él decía que todo era mentira, y yo que sí, que era real, y que incluso lo había visto la navidad pasada volando sobre mi casa, escuchado el ruido de cascabeles y su grito de ¡jojojo! Estábamos en la clase de religión, dibujando el nacimiento del niño Jesús, y no nos dimos cuenta del ruido que causamos con nuestra disputa, hasta que la profesora gritó: “ustedes dos ¡fuera!” Me sentí doblemente molesto porque los animales del pesebre me estaban quedando tan bien, pero tan bien, que seguramente ese año mi dibujo sería seleccionado como el mejor del curso. En el pasillo del segundo piso seguimos con la controversia hasta que mi compañero, fastidiado por todo, decidió dar un corte a la discusión y me dijo que yo era una “niñita cobarde” porque solo las niñitas creen en Papá Noel. En realidad ese no es un insulto, pero en aquel tiempo y a esa edad, era un ultraje que solo se solucionaba de una forma: peleando. Yo no quería. Él insistió y tiró un escupo en su dedo y tocó mi oreja. Ya no había vuelta atrás. Cuando se disponía a repetir la humillante maniobra en mi otra oreja, le di un directo golpe a la cara para que aprendiera, con la crueldad de mis puños, quién era Escalona; pero lo esquivó. Ante mi desilusión de ver que ya no había vuelta atrás, sacó un gancho de derecha y luego un golpe de izquierda y luego me cayó un amasijo de puñetazos que traté de evitar cerrando mi inútil guardia hasta que me derribó, y en el suelo, me puse a llorar. Con el alboroto, las puertas de las salas se abrieron y se asomaron malditas cabecitas burlonas. Todos se enteraron de la pelea. Luego llegó el Jefe de piso y tras él, el Director del Colegio, un sacerdote alto y delgado con mirada de coronel. Tuvimos que quedarnos en la inspectoría esperando a nuestros padres para que firmaran la expulsión de dos días. En casa mi papá me dio un par de correazos, y me dijo que si volvía a perder otra pelea “mejor que ni lo sepa”. Me fui a la cama todo adolorido, humillado y lloré hasta que el cansancio hizo quedarme dormido. Desde aquel año, mi Navidad nunca más volvió a ser la misma. La magia se perdió. Fue de la forma violenta de los cambios que nos llevan hasta la eterna adultez.
Después de casi treinta años, ahora vivo en New York City. Camino junto a mi pequeña hija por los alrededores del Radio City Music Hall, Fox News, NBC Studios, de la Sexta Avenida. Respirando el aroma del pavimento mojado junto al humo de los carritos de falafel, tacos, churrascos, quesadillas, lamb over rice, me siento conectado con el mundo y se abre una ciudad diferente a la que dejamos unas cuantas calles atrás. Le digo a mi hija: “¡mira esas luces!” “¡Mira ese árbol!” y ella, siempre con un librito bajo el brazo, obedece, mira y me sonríe como diciendo, sí papá, ya lo vi, ya lo vi. Escudriñamos en algún aristocrático lobby para descubrir un precioso árbol navideño que, seguramente, fue adornado durante las secretas horas de la madrugada, por Versace, Giorgo Armani o Ralph Lauren. Quien sabe. Posamos cómodamente para las fotos, porque hay pocos turistas por todas las restricciones del virus. Unas fotos frente a esas esferas gigantes entre la Cuarenta y nueve y Cincuenta Street, otras bajo los monumentales cascanueces que flanquean las puertas del UBS Building y que parecen guardias de un palacio encantado; y esas luces de navidad frente al McGraw-Hill Building; todo gigante, todo ostentoso, como si ya no fuera suficiente la inmensidad de los rascacielos para demostrar la grandeza de una ciudad que, por antonomasia, es imponente. Caminamos por una ciudad que se repite en el brillo humedecido de sus calles, fragmentos de luces sorprendidas, una ciudad gravitante en donde tan solo ayer fué Halloween y luego ThanksGiving, y luego al Hanukkah y luego Navidad y luego año nuevo, y luego, y luego y.. luego mi hija tira impaciente de mi mano.
“Si, claro, por supuesto mi amor”, le digo.
Dejamos su cartita en el buzón de Santa Claus en Macy`s, y recuperé en el dos mil veinte algo que perdí en la navidad de mil novecientos ochenta y cuatro.
Manhattan, 15 diciembre 2020.
Muy bueno y lindo el cuento. La paternidad te presenta la oportunidad de sanar las heridas de la niñez propia.