¿Por qué resistirse a los cambios? A veces la edad influye en la decisión de aceptar o rechazar lo desconocido; mientras más viejos, mayor es la resistencia. Hay ocasiones en que la ciudad, como ente vivo que se nutre de las costumbres humanas, también se resiste a los cambios y New York, la ciudad más dinámica del mundo, no es ajena a esa realidad. En sus calles, aún se pueden encontrar objetos que se resisten a ser desechados, dando un sensual sentido romántico a la agitada vida urbana. “El aroma del tiempo”, diría Byung Chul Han. En el subway, muy pronto la Metrocard será reemplazada por el sistema OMNY. La Metrocard, en su momento eliminó los tokens, los tokens a las monedas y las monedas reemplazaron (hace ya miles de años) a la sal como forma primitiva de pago. Los periódicos son cadáveres ambulantes. En todo el mundo cierran editoriales dejando a miles de periodistas haciendo fila frente a la Oficina del Seguro de Desempleo. Las imprentas también sufren con ellos. Imagino la cara de angustia de los copistas medievales cuando le contaron el chisme de una máquina inventada por un tal Gutenberg.
El mundo sigue girando y yo no quiero caer.
Por eso quiero contarles algo que descubrí durante mi trabajo en las calles de Manhattan: Teléfonos públicos. Primero fue en la 13th Street con Broadway. Había pasado muchas veces por ese lugar, pero aquella tarde me sentía más curioso o menos cansado que otras veces. Desde ese día comencé a registrar en la libreta que siempre llevo en el bolsillo, cada nueva cabina que descubro en la ciudad. No es difícil encontrarlas. Hay miles de ellas en Manhattan. En los primeros tres meses, solamente entre el cuadrante que va desde la Primera Avenida hasta Lexington y la Catorce Street, registré casi cien cabinas.
Es un hecho sorprendente que ningún neoyorquino debe obviar.
—¡Pero en Manhattan no hay teléfonos públicos! —Me interrumpe Marcia Elbaun durante el taller de lectura en español.
Marcia participa activamente en mi taller desde el primer día. Solo falta cuando viaja de vacaciones. Es una neoyorquina muy interesante, de espíritu rebelde y social. Una mujer del New York de otras épocas. Entonces busco mi libreta y le muestro por la pantalla del computador mi listado con la exhaustiva cuenta de cabinas.
—Ahh, no me había dado cuenta que aún existían —Se retracta en medio de una deliciosa sonrisa, pero luego replica—. ¿Y funcionan?— Su pregunta es como un disparo a quemarropa.
Me hago el desentendido y trato de evadir la respuesta, porque nunca he intentado averiguarlo. Pepe Grillo me lo advirtió: “Nunca se te ocurra tocarlos, están sucios hasta con caca”. Y debe ser cierto, porque las cabinas siempre huelen mal. A veces están los auriculares colgando con sus cables deshilachados o sus sistemas electrónicos desgarrados. Son objetos completamente inútiles. Pero si, me encantaría tener los cojones de entrar a una de esas cabinas, levantar el auricular y escuchar por un instante el sonido de otros tiempos.
—No creo que funcionen —le respondo para cortar de una vez el asunto y continuar con nuestra lectura de Cien Años de Soledad. Pero quedé con esa grave inquietud en mi cabeza. El desafío ya estaba hecho.
Al día siguiente salí con la idea de entrar a alguna cabina y no fue difícil porque muy cerca de mi departamento, en la treinta y cuatro y Segunda Avenue, había un joven hablando. Entonces pensé: “¡Esa funciona!”. Me quedé esperando a que terminara, mientras observaba el movimiento de su cabeza asintiendo, luego negando, mirando hacia arriba y luego hacia abajo, todo mientras no paraba de hablar. Pero mi decepción fue inmediata cuando colgó el auricular y salió de la cabina hablando solo, delirando por la treinta y cuatro Street hacia Lexington Avenue. Que ciudad tan llena de locos. Me acerqué a la cabina pero olía a pozo séptico. Al día siguiente, mientras caminaba hacia Union Square, intenté entrar a otra cabina que estaba completamente rayada con graffiti y con bolsas de basura. Así pasó otra semana y yo aún sin poder entrar a ninguna.
Los primeros teléfonos públicos de Manhattan se instalaron en 1911 y ahora están siendo reemplazados por tótems LinkNYC de pantallas táctiles, conexión wi-fi y muchas cosas para seguir aislados. Los más beneficiados son los homeless que en verano se instalan con sus sillas de playa y una cerveza a ver sus series de televisión o cargar sus teléfonos durante las vaporosas noches neoyorquinas. Una curiosidad: las primeras centrales telefónicas fueron operadas por hombres hasta que se dieron cuenta que las mujeres atendían mejor, no solo por su amabilidad, ellas eran muy hábiles para hacer las intrincadas conexiones de las llamadas. Sus voces son las responsables de que ciento cuarenta años después exista Alexa. Otra curiosidad. Cuando estudiaba en la universidad, tocaba la guitarra eléctrica en un grupo de Punk Rock (El grupo “QIEN”) y cuándo necesitaba afinar mi instrumento, levantaba el auricular del teléfono y escuchaba su sonido. ¿La razón? Estaba en tono de “LA”, con el que afinamos los instrumentos de la banda.
Ya se, ya se, estoy evadiendo el asunto.
A las semanas siguientes, en el taller de los días lunes, Marcia me preguntó si había averiguado algo. Le mentí descaradamente y le dije “no he tenido tiempo para eso” y rápidamente inicié el análisis de la novela de García Márquez que estábamos leyendo. Pero la curiosidad me consumía. Más aún cuando supe que las cabinas pueden desaparecer de un momento a otro. En mayo del año 2019 apareció en la prensa que durante el 2020 se retirarían todos los teléfonos públicos de la ciudad. El presidente del Consejo Municipal, Corey Johnson, señaló: “los teléfonos presentan problemas de seguridad pública y calidad de vida”. Pero ya estamos a mediados del dos mil veintiuno y aún siguen ahí: frente al pelotón de fusilamiento. Durante este tiempo he pensado mucho en las cabinas y he llegado a la conclusión de que reemplazarlas por los Tótems LinkNYC no es una señal de modernidad o limpieza, sino que de absoluta decadencia. Su desaparición seguirá fomentando esa apatía, la histeria, la poca aceptación a la espera, esa tensión que genera esta locura de querer estar siempre conectado. Su desaparición seguirá evadiéndonos de los encantos de la ciudad y su gente. El culto de lo inmediato frente al exquisito aroma del tiempo. Definitivamente las cabinas telefónicas son un símbolo de resistencia hacia la depredadora tecnología y desaparición de la memoria.
Recuerdo que una noche de fines de octubre de 2020, mientras vagaba por Lexington Avenue con la veintinueve Street, en medio de los sugerentes aromas del curri y otras especias de la lejana india, vi un par de cabinas iluminadas y decidí que ya era suficiente y entré. Ese evento lo dejé registrado en mi libreta:
“Son las siete de la noche. Estoy frente a una cabina telefónica en Lexington y la 30th Street. El aroma de los restaurantes me hacen desear un Chicken Tikka Masala. Ahora me parece una mala idea. La cabina parece limpia, pero al acercarme descubro lo mismo de siempre y pienso en buscar otra cuando escucho ese sonido que me sobrecoge. ¡Ring Ring!, ¡Ring Ring! Demonios. ¿Es real? Miro desconcertado hacia Lexington y luego hacia la Tercera donde veo, a lo lejos, una figura humana. ¡Ring Ring! ¡Ring Ring! Luego la figura humana se transforma en una señora que me mira con cara de ¿por qué no contestas de una vez? Y sigue su camino ¿Esto es real? No quiero tomar el auricular, está sucio, maloliente pero debo hacerlo y aguanto la respiración y lo levanto tocándolo apenas con dos de mis dedos y es cuando escucho la voz:
— Hello?... Hello?... Can you hear me?.... There is someone There?— es la voz de una mujer. Una extraña sensación me inmoviliza.
—Si…, Yes… —respondo casi con las reservas de mi voz.
Siento la respiración de la mujer y luego comienza a hablar. No entiendo mucho de lo que dice, pero ella sigue con su voz risueña como si fuéramos viejos amigos, quizás contándome una divertida anécdota del día y yo comienzo a disfrutar su voz, mientras mi cuerpo se relaja y me sorprendo cuando se me escapa una sonrisa cómplice. Luego, un silencio. Se toma su tiempo y me impaciento. Aprieto el auricular. Ella inhala y luego exhala y me dice un secreto. Me lo dice lentamente entre risas, como una chica traviesa y yo me río a carcajadas y afirmo mi espalda en la cabina observando desde su interior una hermosa ciudad de luces irreales, luego digo ¡okey! ¡Okey! señorita, y ella lo encuentra gracioso porque me dice ¡Its Funny! y me sorprendo al ver entre mis manos y muy cerca de mi boca este pestilente auricular y la cabina ya no me parece maloliente, “you are a silly lady”, le digo. No se cuanto tiempo estuvimos juntos, pero en un momento ella dice: ¡Thank you! ¡Good Night! Siento una repentina sequedad en mi garganta. Un rayo del dios Indra que sale de alguno de los restaurantes de Lexington atraviesa mi espalda. Trago saliva, ¡Aló! ¡Aló! ¡Hello! ¡Hello! golpeo el interruptor contra la cabina ¡Hello! ¡Por favor!, silly lady! ¡Señorita!, ¡Señorita!, y me quedo unos minutos esperando observando una ciudad llena de angustiados sonidos urbanos, hasta que aparece ese monótono tono de LA.
A veces he regresado a mi cabina telefónica y espero su llamada. A veces llevo algún libro, un café para acompañar mis lecturas. Pero nunca más ha vuelto a sonar. Tampoco le he dicho a Marcia que los teléfonos públicos si funcionan.
Ese es mi secreto.
Manhattan, 10 de Junio de 2021.
Until the 1970's phone booths were truly little cabins that, when you closed them, an overhead light would go on and a fan would be activated. The "Superman" phone booths were, in their final years, often also served as urinals. Just about all restaurants and train stations had booths which, in the case of restaurants, were often wooden. Currently at Sam's, an ancient (by New York standards) family run pizzeria and restaurant on Court Street in Brooklyn, these booths still exist. I don't know if they work.